Gente ecológica
La publicidad muestra a un canario en una cocina. El pájaro va hasta la hornalla y es tragado por una campana extractora de la marca Balay, eficaz y silenciosa. Para que no haya problemas con las asociaciones que defienden los derechos del animal, unas letras pequeñitas advierten: ficción publicitaria, no sea cosa que alguien crea que han matado al pájaro en serio. Acaba la tanda y comienza el programa de Arguiñano. El cocinero mete un animal vivo en una olla. Lo vemos morir lentamente, sin letras pequeñas, sin culpa.
El hombre ecológico defiende al animal que grita y al animal que gesticula. Pero le importa muy poco el sufrimiento salvaje que no se oye o no se percibe. No hemos matado a este canario, dice la televisión, porque no es nuestra costumbre matar canarios. Pero hervimos vivo a los cangrejos, y también a los calamares, porque estamos habituados a hacerlo. Y porque además no chillan. Y porque su carne es rica.
Nos aterra el animal que se alborota cuando muere o cuando sufre. Sobre todo si su sabor no es un sabor exquisito. Un perro que muere, incluso en el cine, nos hace llorar. También el sacrificio del pura sangre que se ha quebrado una pata. Ah, cómo nos desgarra el alma la muerte del caballo, cuántas canciones folklóricas hemos compuesto sobre el tema. Y qué pocas canciones le hicimos a la palometa, al bagre, al pejerrey.
Si los peces de río gritaran como grita un chancho, menos gente le arrancaría de un tirón el anzuelo a las mojarras. Menos chicos pescarían, menos mujeres. Y existiría la chacarera de río:
Cómo pretenden que yoque lo pesqué a cielo abiertolo meta al horno cubiertocon salsa de roquefort...Muy pocos hombres matan a los pollos, en el campo. Son las mujeres las que realizan, aunque parezca mentira, esta actividad de verdugo menor. Mi abuela Chola, en la quinta, tenía un método enérgico que impedía que el pollo condenado a muerte tuviese tiempo de gritar. La ausencia de grito le quitaba al acto todo remordimiento.
Cuando mi abuela Chola tomaba la decisión de cocinar un pollo, yo la seguía hasta el gallinero para presenciar la muerte silenciosa. A mis seis años, aquel era un momento crucial. La mujer primero acorralaba al pájaro hasta que conseguía agarrarlo por el pescuezo. Después, ya con el animal en el aire, le daba cuatro vueltas sobre su propio eje hasta que el cogote le sonaba como una matraca de carnaval. El ruido era trac, trac, trac, muy rápido, y el pollo dejaba de moverse, con los ojos abiertos; volaban algunas plumas, pero no había gritos ni había cacareos. Nada indicaba, tampoco, que aquello fuese una ficción publicitaria.
También me acuerdo de Nilda. Era una mujer robusta, compacta, que trabajó en casa como mucama durante más de quince años. Tenía mucho temperamento y se había convertido en una ayuda imprescindible, en una gestora del hogar. Nilda vivía en una casa con fondo y gallinero, en Luján, y viajaba hasta Mercedes de madrugada: nunca llegó a casa más tarde de las ocho. Nos vestía, nos mandaba al colegio y empezaba a limpiar la casa con la convicción de una locomotora.
Un buen día encontró un perro lastimado y lo adoptó, pero el perro era rebelde y le mataba los pollos. Nilda lo subió a la camioneta y lo abandonó lejos. Pero el perro volvió. Lo subió otra vez y lo llevó más lejos. El perro volvía siempre, y siempre le mataba los pollos. Cansada de la persistencia del animal, una tarde Nilda lo ató a una correa, anudó la otra punta a la camioneta y aceleró. El perro aulló un rato largo hasta que murió ahorcado; lo enterró en el fondo.
Cuando contó la anécdota en casa, Chichita la despidió. No quiso que esa mujer siguiera trabajando en la familia, con mi hermana todavía chica.
—Nadie mata a un perro para salvar a un pollo —dijo mi madre, aterrada.
Así descubrí que había escalas de valores en la sensibilidad humana, a la hora de salvar o mandar al muere a los bichos de poco entendimiento. Perro vale más que pollo, lince ibérico cotiza mejor que ratón de alcantarilla.
Las asociaciones de defensa del animal reaccionan igual que mi madre: defienden al animal grandote (la ballena, el elefante, el gorila), defienden al amistoso (el perro, el gato siamés, el potrillo), al animal que es bello (el tigre de bengala, el oso polar) y sobre todo luchan por la defensa del animal blanco y negro (el pingüino, la orca, el oso panda). Los ecologistas están enamorados de los animales blancos y negros. Si los osos panda fueran verdes con pintitas amarillas les tendrían asco, los pisarían en la ruta. Pero en cambio viajan kilómetros para sacarle las manchas de petróleo a un pingüino, no sea cosa que les cambie el color.
Hay otros animales a los que no les dan tanta importancia: su muerte no les preocupa. Su sufrimiento, muchísimo menos. No sienten sensibilidad por los animales sin huesos (la mosca, la medusa, el bicho bolita), tampoco por los que son ricos después del fuego (la ternera, el chancho, el pollo), y mucho menos por los que no gritan cuando se están muriendo o los están matando (el pez, la cucaracha, la culebra).
Cuanto más culto el hombre, más sensible. Y cuanto más sensible, más estúpido y obcecado. En los últimos años, la población de hombres y mujeres preocupados por los derechos de los animales ha crecido bastante. Se conocen como gente ecológica. Son los que le tiran pintura roja a las señoras que van por la calle con abrigos de piel; y los que aplauden. Son los que protestan con su propia desnudez en los San Fermines, o en las corridas de toros; y los que lo festejan. Son los que viajan en avión a Oceanía para detener la caza del canguro, y quienes auspician estos viajes (el avión, durante el vuelo, pasa por encima de África, pero va tan alto que los negritos muertos de hambre no se ven).
La persona más cruel que conocí en la vida se llama Meana. Cruel con los animales, quiero decir. Una vez su hermana melliza había conseguido unos gatitos. Estaban recién nacidos y dormían en una canasta. Meana y otros chicos jugábamos en la vereda cuando la hermana vino a mostrarnos los cachorros; traía uno en la mano. Él se adelanto con los ojos tiernos:
—Ay, qué lindo —dijo—, dameló.
Agarró al cachorro minúsculo con la mano derecha y, sin transición, sin cambiar el gesto amoroso, lo estampó contra la pared de enfrente como si fuera una piedra llena de pelos. La hermana de Meana pegó un gritito seco mientras el gato, ya muerto, reventado, con las cuatro patas abiertas como una alfombra, se despegaba de la pared lentamente y comenzaba a caer despacio. Sangre y gatito, gatito y sangre: igual que cae de la pared al suelo un baldazo de pintura.
Los judíos y los musulmanes, siempre en guerra, tienen una manía que los une: sólo comen la carne de animales que han muerto sin corriente eléctrica y con ciertos rituales de desangrado. No se ponen de acuerdo en nada más que en ese asunto ecológico. El Corán y el Talmud comparten criterio únicamente en esa utopía de matadero feliz. Es muy interesante cómo estas dos razas humanas, que asesinan diariamente a chicos de nueve años que pertenecen al otro bando en la Franja de Gaza, se preocupen tanto por el dolor de la vaca, del conejo, del cordero.
—Nadie mata a un chico y salva de la picana a una vaca —diría mi madre, y despediría a las sirvientas judías y musulmanas de nuestra casa.
Pero a veces da la impresión de que todos los progres ecologistas son como Nilda, o como los que pelean en Palestina. Se desesperan por la salud y el bienestar de algunos seres vivos (delfines, elefantes, cóndores), mientras otros seres parecidos son pisoteados y olvidados (arañas pollito, etíopes de cuatro años, lombrices).
¿Qué tiene un tigre de bengala que no tenga una paloma? ¿Por qué el dolor de una perra nos destroza el corazón, y no el sufrimiento de la comadreja?
Una vez matamos una, y con esto acabo. Fue en el parque de Mercedes, y gracias a eso tengo uno de los mejores recuerdos visuales más intensos de mi vida (los otros son mujeres desnudas).
Ocurrió una noche en que hacíamos un asado nocturno al aire libre. La comadreja parecía enferma y no corría demasiado. Parecía atontada y se dejó apedrear. Corrimos para verla morir.
Cuando llegamos hicimos una ronda curiosa y la alumbramos con encendedores. La vimos hinchada, con la boca abierta, agonizante. Estaba el Negro Sánchez, estaba Meana, también el Chiri. Había otro más que no me acuerdo. Uno de nosotros la levantó de la cola y la subió a la mesa de piedra. Ahora la veíamos mejor, boca arriba.
Le empezamos a poner brasas en la panza para que se quemara viva. Y entonces pasó algo increíble: la barriga se abrió y empezaron a salir fetos rosados; eran cinco, de un tamaño minúsculo pero convincente. Eran tan frágiles que, cuando les dábamos luz, podíamos ver los órganos internos, traslúcidos, azules y rosados, sin un solo pelo.
Las crías de comadreja caminaban por la mesada, arrastrándose entre los líquidos de la madre muerta. Parecían ciegas, se topaban entre ellas y abrían la boca para dar gritos invisibles. Nosotros también estábamos mudos: la imagen era increíble, repulsiva y al mismo tiempo milagrosa.
La ausencia capilar de los fetos los hacía parecer humanos. No habíamos visto jamás nada parecido. Eran bebés en miniatura rodeando a un dinosaurio con pelos. Era la vida emergiendo de la muerte.
Cada uno de nosotros tomó un feto vivo en la palma de la mano. El mío me hizo cosquillas, quería escapar. Lo pude ver de cerca, los ojitos como cabezas de alfiler, las pezuñas formadas, el principio de la cola. Los bautizamos a todos: el mío se llamó Ramón durante los pocos minutos que consiguió estar vivo, no me acuerdo el nombre de los otros.
Después de jugar con ellos un rato los llevamos a la parrilla. Los pusimos al lado de los chorizos, que ya estaban casi hechos, y vimos asarse a los cinco hermanos, soltar jugos, dejar de moverse. Ramón se murió segundo.
A Meana le pareció que estaban ricos, a los demás la carne de comadreja nos pareció nerviosa y con un sabor sin gracia. Los chorizos, en cambio, estaban buenísimos, y nunca nos preocupó cuánto había podido sufrir el chancho. En esa época no éramos gente ecológica.
Gracias por tomarse la molestia de ver esto.
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